El
libro
Un
día como cualquier otro en una redacción como cualquier otra…
Un
libro, un pequeño libro, que distaba un abismo de ser un libro cualquiera, tomó
forma. Nadie sabe cómo, ni cuándo, mucho menos por qué, pero de golpe estaba
ahí. De golpe fue imposible no ver. De golpe fue insoportablemente
excitante.
Ese
objeto que destacaba por encima de los otros, parecía brillar, pese a ser más
bien negro, oscuro, en la gama de los grises, ¡bah!
De
pronto, por accidente, un joven…, eh…vamos a decirle Guillermo, no porque tenga
algo para esconder, sino porque simplemente es un dato irrelevante, al caérsele
unos papeles tras unas cajas, se agachó ofuscado y removiendo la basura alcanzó
a ver algo, un libro. Aún agachado y ya más calmado -como si aquella pieza
fuera un elemento mágico o simplemente una suerte de bálsamo- se reincorporó
sin apartar los ojos del reciente hallazgo. Leyó: “Fabricio Coppernico y el
enigma del zapato negro, volumen 1”. No pudo evitar abrirlo y leer algo al
azar. En ese momento creyó escuchar la bocina de un buque zarpando, el barullo
casi sinfónico de un cruce de dos frondosas avenidas en hora pico o un martillo
neumático taladrando el pavimento. Como volviendo de un transe, y dejando para
siempre esa especie de calma que tuvo segundos antes, lo cerró inmediatamente
cuando un empleado cualquiera pasó, con unas carpetas en las manos, preguntando
si había logrado encontrar aquello que buscaba. Guillermo sin saber por qué,
bajó el libro y lo tapó contra su pierna, haciendo apenas un gesto de
afirmación. El hombre que pasó de largo, sin sospechar absolutamente nada, dio
lugar a que Guillermo cambiara esa semisonrisa falsa e intolerable hasta para
él mismo, en una mueca seria, casi perturbada.
Frente
a tal sensación de ensueño, de sueño vívido, la primera presa (ya sin saberlo
era presa de alguien más) atinó a ocultarse, como una rata huye de la mano del
hombre. Dudando de sus compañeros de trabajo, dudando de todos y de todo,
decidió callar. Frente a tal acto egoísta, no logró contener otro acto más
egoísta aún; llevárselo, robarlo, o vamos a decir, tomarlo prestado. Esperar un
momento más apropiado para solo, sin narices entrometidas de periodistas, poder
leer cada hoja, una a una esas letras que combinadas de esa manera daban por
resultado algo extrañísimo.
Entonces,
profundamente serio, mezcló el libro entre sus papeles de trabajo, miró para
ambos lados y, ya como un paranoico declarado, se hizo el distraído poniendo
una típica cara de poker acompañada de una tos falsa, y caminó a su escritorio
decidido a largarse de allí.
Uno
frente a este tipo de eventos se inclina en pensar siempre en La Casualidad. Se
dice a sí mismo: “bueno... justo pasaba por ahí, se me cayeron esos papeles y
encontré el libro. Punto final, fin de la charla, se acabó, c´est fini”. Pero
pensando eso, es cuando uno, automática e inconscientemente, se está
autoconvenciendo de la casualidad como tal. Cuando en realidad ésta no existe
ni por un segundo. Schopenhauer dice: “Todo encuentro casual es una cita y toda
muerte un suicidio”- y nada es tan azaroso como creemos, ni remoto, ni
accidental, y todo, todo tiene su orden, su lugar, incluso hasta los sueños:
“Vivir es leer un libro de corrido, soñar es ojearlo”, otra vez Schopenhauer.
Guillermo
atravesó varios pasillos de una gran biblioteca a un paso lento, dudoso pero
disimulado, hasta llegar a un amplio y silencioso salón de lectura. Se sentó,
abrió sus carpetas de trabajo y miró fijo el libro. Levantando la cabeza se
aseguró de no estar llamando la atención. Miró un segundo una gran ventana que
filtraba un sol de atardecer. Pese a que la situación lo inquietaba
profundamente, Guillermo pudo sentir algo parecido a la felicidad. Luego
bajando la vista abrió el libro, porque ¿cuál sería el mejor lugar para ocultar
un árbol?... Ya entonces, refugiado en el único lugar donde no llamaría la
atención la lectura atenta de un ejemplar. Ya “oculto” en un bosque de libros,
y más tranquilo, tranquilo es un decir, ya que esta situación daba sensación de
electricidad en los pelos de los brazos y la nuca, se dispuso a leer. El libro
comenzaba con un raro prefacio diciendo algo más o menos así:
“Este
volumen, dispone de un grado de misticismo involuntario. Coppernico jamás tuvo
el mínimo interés en explicar su arte, su literatura. Por eso acá tampoco vamos
a torcer esa voluntad, pero sí, vamos a decirles que esta novela, esta pequeña
obra, maneja cierta magia excedente; cierto nivel de otro calibre que, de un
modo metafísico, dialoga con otro orden”.
Guillermo
descreído, pero totalmente inmerso, como quien se queja del verosímil de una
película, pero por alguna razón no puede despegarse de la pantalla, hizo un
gesto y pensó: “¡¿¿Qué??! ¿Qué corno significa esto?”.
Inmediatamente,
con la impaciencia propia de un niño, Guillermo tuvo que pasar por alto algunas
páginas, ya adentrándose en la novela. Ésta se dejaba leer con facilidad, con
cierto despojo. Apoyada en una prosa llana, vana, casi vulgar. La trama era muy
fácil de seguir. Trataba sobre la vida de un detective envuelto en un caso
pasional, como los de la serie negra pero en Buenos Aires. La particularidad, a
diferencia del Philip Marlowe de Chandler, era que el mismísimo detective de la
ficción era el autor del libro. O al menos compartían el mismo nombre, ya que
al no saber absolutamente nada de la vida de Coppernico-autor, imposible era
compararlos. Sólo se era posible de entrever, las andanzas del
Coppernico-detective-ficcional.
Pero
aquí, el dato más curioso; en la ficción aparecían cartas, datos, elementos
algo extraños.
Es
decir, en el medio de la trama policial, surgían detalles, cuestiones raras
que, a simple vista nada tenían que ver con la línea de la historia policial.
Pero, que a su vez, tampoco la entorpecían. Simplemente estaban ahí, cuasi
amenazantes, cuasi listas para disparar quién sabe qué cosa.
Ante
tal incierta sensación, Guillermo optó por volver al prefacio que acusaba aún
más intrincadas y oscuras declaraciones:
“Luego
del hecho atroz que lo dejara en jaque frente al mundo, se ha decidido a
republicar su obra, su infinidad de novelas, novelas cortas y noveles. Ya que
la gran cantidad de sus ‘libros’ no
están. Nadie lo recuerda, ni lo comenta. Se dice por ahí que hay un grupo
anónimo que los ha estado quemando, sacándolos de circulación, encargándose de
que no quede registro alguno de su obra”.
Ya
el profético prefacio, sobre el final, afirmaba estar escrito por un tal
Falucho Cuck. Nada menos que amigo, discípulo y responsable de la edición de
esta pequeña novela, que aseguraba ser la primera de una larga colección.
Listo,
simple, esto colocaba a Guillermo a un nombre de distancia. Sólo bastaba con
encontrar a ese tal Cuck.
Pero
nada, nada es tan sencillo. Las cosas que se perfilan como tales, o bien, son
mentira o tarde o temprano revelan su verdadera condición.
Al
parecer, ese hombre, ese tal Cuck (que por ahora es sólo un nombre) era el
responsable de la publicación del libro, autorizado y guiado por Coppernico.
Pero ni un dato concreto.
Esta
extrañeza devino en una lectura rápida pero atenta, precisa, detallista del
resto del volumen. Ir y volver, de atrás hacia adelante, intentando hilar
datos, nombres, referencias: “Jorge W. Kaplan, Fausto Abril Renagh, Alicia
Jurado, Juan Augusto Corriente, Morales, Esferos Vera Tang-G, Juan Carlos
Falso, Sr. Bonzo,
Dr.
Stofensmacher, Juan Trent, Miguel de Moras, Rogelio Urquiza Del Trono, etc.,
etc.”
Los
nombres de la ficción se entrelazaban con los agradecimientos, con la
dedicatoria, con los pies de página, con las formas editoriales; el número de
ISBN, la fecha y lugar de impresión, coincidía con la fecha y lugar de un
asesinato de la trama.
A
Coppernico-detective, de golpe, en medio del barullo nocturno de una Buenos Aires
mítica, le llovían datos extrañísimos, elementos que abrían otros mundos, otras
posibilidades.
Asados
con amigos, mucho vino, cartas enviadas por amigos pidiendo disculpas,
historias místicas sobre sueños premonitorios, dónde conoció a Clara, su mujer
de toda la vida, etc., etc. Esto supuestamente le correspondía al detective, al
personaje de ficción, pero cada elemento poco tenía que ver con la historia
policial. Sino más bien insinuaba otra cosa, se asomaba apenas a la cornisa de
otra y más compleja historia.
Dorso
y reverso, falso y verdadero, desdoblado en mil y uno.
Esas
cosas se repetían una y otra vez, infinitas, hasta el cansancio. Confundir por
completo, sin un sostén, volver loco a cualquiera sin un punto de apoyo.
De
golpe, una idea. Guillermo vuelto en sí como quien sale de abajo del agua y
respira profundo, se puso de pie y fue directo a una de las computadoras que
funcionaban como buscadores de la biblioteca. Frente a ella, miró para ambos
lados y escribió en el buscador: “Fabricio Coppernico”, los resultados se
inclinaban hacia otro lado; “Introducción a la revolución Copernicana” de
Thomas S. Kuhn. “Misterios y ribetes sobre el universo” estudio sobre Nicolás
Copérnico, autor: Michael Aurelio De Trudent. “Mis disculpas Don Copérnico” de Galileo
Galilei. Sobre Coppernico con doble “P”, sin tilde y de nombre Fabricio, nada.
Nada de nada. Luego escribió “Falucho Cuck”. Menos suerte que la anterior. La
computadora tiró error. Luego de un largo suspiro, salió del lugar tan rápido
como frustrado.
Mientras
que todo esto ocurría, en algún otro punto de la ciudad, una chica sentada en
un local de comida rápida. Envuelta en apuntes, carpetas, libros y hojas.
Sosteniendo un resaltador fluorescente sin el capuchón, esperando a ser usado;
Mariel, a ella vamos a decirle Mariel, daría toda la impresión de estar
estudiando, por ejemplo, para un parcial de macroeconomía. Pero a veces las
cosas no son lo que aparentan.
Ya
que en algún momento, en algún punto (que la verdad no podemos precisar), Mariel
no sólo vio y tomó el libro antes que Guillermo sino que se encargó y por miedo
(un miedo que tiempo después dijo, le era imposible de justificar), se encargó
personalmente de fotocopiarlo. Sin razón alguna sintió una vibración en ese
ejemplar, algo tan profundo que le daba miedo conservarlo, pero no así
fotocopiarlo. Mariel al salir de un cuarto contiguo al salón común de la
redacción, donde se encontraba la fotocopiadora, haciéndose la distraída dejó
caer el libro justo detrás de unas cajas, justo-justo donde Guillermo lo
encontrara rato después.
Entonces
Mariel sentada en un Mc Donald´s, al igual que el caso anterior, leyó todo el
libro de cabo a rabo y más o menos extrajo la misma conclusión. La novela no
era gran cosa, no así la sensación que ésta le dejó. Sin poder precisar ese
sentimiento, se sintió otra, sintió que algo le hablaba a ella.
Sosteniendo
el resaltador fluorescente a mano alzada, y luego de considerarlo apropiado, se
dispuso a ejecutar la gracia de su síntesis. Resaltó los siguientes datos:
Elmyr Kauffman, Emmanuel Matta, H. Bustos Domeq, Toni Clifton. Supuestamente,
posibles sospechosos del terrible segundo asesinato de la historia. Y destacó
de una carta sin un valor cabal para la trama, que Coppernico le enviara a un
amigo (dibujante y aficionado a la magia) a modo de disculpas, luego de una
fuerte discusión, intentando hacer las pases...“Sos un mentiroso, un artista de
verdad, te quiero y te admiro”.
Mariel levantó la vista y
pensó: “Acá hay algo raro, algo muy raro. Y estos nombres...podría jurar que
nunca los oí en mi vida, pero ¿por qué me llaman tanto la atención?”. Luego
miró para el salón, vio que unos adolescentes estudiaban en una mesa cercana y
una mujer de unos 30 años comía con sus dos hijos, pero ellos se distraían
jugando con los muñecos que les tocara en suerte dentro de la cajita feliz.
Pese a no tener rivales aparentes en todo el ambiente, de todos modos, se
sintió observada y apoyó un libro cualquiera, “Enciclopedia en la hoguera” (que
estaba leyendo por ese entonces) sobre las fotocopias y, más que nada, tapando
su reciente subrayado chillón fluorescente.
A
su vez en algún otro punto de la ciudad, un muchacho que llamaremos Fernando,
se encontraba sentado en la remisería de su padre, rodeado de papeles tipo
“post-its” tratando de organizarlos, como lo hace a menudo con los viajes y
llamados, aunque también, a veces se distraiga con infinitas cosas,... o con
cosas infinitas.
Aquella
mañana fue el primero en llegar a la redacción.
Se
había despertado a las 5 de la mañana, luego de un sueño aterrador que no había
logrado contarle a nadie. Un poco por temor supersticioso y otro porque era
imposible de hilarlo. Lo cierto es que no había conseguido volver a dormir.
Entonces decidió ir a la redacción para adelantar trabajo. Pero al llegar algo
anómalo lo iba a distraer de sus futuras tareas. Al poner un pie en la
redacción, pisó un sobre A4 papel madera, dormido lo tomó e ingresó. Fue
directo a la cocina a preparar café, mientras se calentaba, y entre bostezos,
abrió el sobre y descubrió el libro. Que hojeó en principio sin mayor interés,
viéndose de golpe “tomado” por lo escrito. Sólo se apartó de la novela al
sentir el hervor del café. Que volcó, limpió y sirvió en una taza. Mientras
esperaba que se enfriara siguió leyendo sin entender demasiado; de atrás hacia
adelante, leyó y releyó. Pero al oír un ruido proveniente de la puerta de
entrada, intentó en vano, ya que nunca había prestado atención al
funcionamiento de la máquina, fotocopiarlo.
Por
eso transcribió en un block de papeles “post-its” algunas de las cosas que
creyó importantes, hasta incluso trató, trató ya que nunca en la vida
pudo dibujar, de copiar el dibujo de tapa.
Cuando
finalmente, los ruidos en la puerta se hicieron impostergables, es decir,
reales. Guillermo ingresó y Fernando, guardándose los papeles “post-its” en los
bolsillos, logró ponerse de pie y disimular que hacía cualquier otra cosa.
Saludó a Guillermo con un abrazo seco dejando caer el libro por detrás de la
espalda de éste, justo sobre unas cajas.
No
había podido acercarse al libro durante todo el día, al llegar la hora de irse
ya no estaba donde él lo había tirado (quizá estaba ya en manos de Mariel o de
Guillermo, o quizá, en manos de alguien más, que desconocemos y que nunca
sabremos). Intentaba hilar algo de todos esos apuntes apurados que había
tomado, según su interpretación, su recuerdo. Movía esos papeles diminutos cual
piezas de rompecabezas. Su recorte interpretativo se centraba en la tapa, en el
dibujo: una pintura de Magritte llamada “El hijo del hombre”; también en las
firmas porque encontró un error, o lo que podría serlo, ya que en el interior
del libro figuraba una “S” en el medio, o sea “Fabricio S. Coppernico”.
Fernando pensó. “¿Qué significará la S? ¿Por qué no la puso en la tapa?”
Enseguida supuso que tal vez él, al transcribir todo a las apuradas, lo había
olvidado. Luego también resaltó la frase “El joven periodista de rock Henry Lo
Muto” ¿Por qué le sonaba tanto el nombre Lo Muto? Finalmente al poner los papeles
uno tras otro, miró nuevamente lo que sería la tapa y su mediocre dibujo. Que
en la novela resultaba ser el cuadro que Coppernico-detective tenía en su
despacho. Fernando ya envuelto completamente en esa meta-trama, ese algo
que se escapaba del libro, levantó la cabeza hacia el gran mapa de Buenos Aires
que revistiera la gran pared de la remisería, y pensó: “¿en dónde vi este
cuadro yo?”.
Al
día siguiente, los tres dieron diferentes excusas para ausentarse de la
redacción. Pero nosotros bien sabemos que los unía un mismo propósito.
Mariel
escribió un mensaje de texto: “Guille: hoy no voy, estoy descompuesta, ya llamé
al médico. Lo de Trímboli veo si lo termino acá. Perdón y gracias. ¡Besote!”
Guillermo,
por teléfono le dijo a alguien de la redacción que se sentía mal poniendo cara
de dolor para que la actuación le saliera aún mejor, en ese mismo momento le
llegó el mensaje de texto de Mariel. Guillermo dudó por un instante pero,
inmediatamente después, fue directo a ducharse.
Fernando
sentado en su computadora escribió un mail a su supervisora; Destino: Mariel.
Asunto: Gripe. Escribió: “Hola Mari! Cómo vas? Che te aviso que no voy hoy,
estoy medio engripado. Espero mañana sentirme bien, pero viste como son estas
cosas, es mejor estar aislado para no contagiar. Si hay algo urgente mandámelo
por mail. Gracias, un beso”.
Mariel
en el baño lavándose los dientes escuchó el sonido del Outlook, salió con el
cepillo aún en la boca y vio que la casilla marcaba un e-mail nuevo. Hizo doble
clic y se encontró con la excusa (excusa para nosotros) de Fernando, miró con
extrañeza hacia arriba como sintiendo algo, pero enseguida prosiguió con el
lavado obsesivo de sus dientes.
¿Qué
es este libro? ¿De dónde salió? ¿Quién se supone que es Coppernico, el autor?
¿Alguien más sabe de esto? ¿Es una broma o el tipo existió de verdad? ¿Por qué
en el libro pareciera no haber datos concretos de la edición: la editorial,
dónde se imprimió, cuándo, de cuánto fue la tirada?