miércoles, 3 de septiembre de 2014

Capítulo II

El libro

Un día como cualquier otro en una redacción como cualquier otra…
Un libro, un pequeño libro, que distaba un abismo de ser un libro cualquiera, tomó forma. Nadie sabe cómo, ni cuándo, mucho menos por qué, pero de golpe estaba ahí. De golpe fue imposible no ver. De golpe fue insoportablemente excitante. 

Ese objeto que destacaba por encima de los otros, parecía brillar, pese a ser más bien negro, oscuro, en la gama de los grises, ¡bah!

De pronto, por accidente, un joven…, eh…vamos a decirle Guillermo, no porque tenga algo para esconder, sino porque simplemente es un dato irrelevante, al caérsele unos papeles tras unas cajas, se agachó ofuscado y removiendo la basura alcanzó a ver algo, un libro. Aún agachado y ya más calmado -como si aquella pieza fuera un elemento mágico o simplemente una suerte de bálsamo- se reincorporó sin apartar los ojos del reciente hallazgo. Leyó: “Fabricio Coppernico y el enigma del zapato negro, volumen 1”. No pudo evitar abrirlo y leer algo al azar. En ese momento creyó escuchar la bocina de un buque zarpando, el barullo casi sinfónico de un cruce de dos frondosas avenidas en hora pico o un martillo neumático taladrando el pavimento. Como volviendo de un transe, y dejando para siempre esa especie de calma que tuvo segundos antes, lo cerró inmediatamente cuando un empleado cualquiera pasó, con unas carpetas en las manos, preguntando si había logrado encontrar aquello que buscaba. Guillermo sin saber por qué, bajó el libro y lo tapó contra su pierna, haciendo apenas un gesto de afirmación. El hombre que pasó de largo, sin sospechar absolutamente nada, dio lugar a que Guillermo cambiara esa semisonrisa falsa e intolerable hasta para él mismo, en una mueca seria, casi perturbada. 
Frente a tal sensación de ensueño, de sueño vívido, la primera presa (ya sin saberlo era presa de alguien más) atinó a ocultarse, como una rata huye de la mano del hombre. Dudando de sus compañeros de trabajo, dudando de todos y de todo, decidió callar. Frente a tal acto egoísta, no logró contener otro acto más egoísta aún; llevárselo, robarlo, o vamos a decir, tomarlo prestado. Esperar un momento más apropiado para solo, sin narices entrometidas de periodistas, poder leer cada hoja, una a una esas letras que combinadas de esa manera daban por resultado algo extrañísimo. 

Entonces, profundamente serio, mezcló el libro entre sus papeles de trabajo, miró para ambos lados y, ya como un paranoico declarado, se hizo el distraído poniendo una típica cara de poker acompañada de una tos falsa, y caminó a su escritorio decidido a largarse de allí.

Uno frente a este tipo de eventos se inclina en pensar siempre en La Casualidad. Se dice a sí mismo: “bueno... justo pasaba por ahí, se me cayeron esos papeles y encontré el libro. Punto final, fin de la charla, se acabó, c´est fini”. Pero pensando eso, es cuando uno, automática e inconscientemente, se está autoconvenciendo de la casualidad como tal. Cuando en realidad ésta no existe ni por un segundo. Schopenhauer dice: “Todo encuentro casual es una cita y toda muerte un suicidio”- y nada es tan azaroso como creemos, ni remoto, ni accidental, y todo, todo tiene su orden, su lugar, incluso hasta los sueños: “Vivir es leer un libro de corrido, soñar es ojearlo”, otra vez Schopenhauer.     


Guillermo atravesó varios pasillos de una gran biblioteca a un paso lento, dudoso pero disimulado, hasta llegar a un amplio y silencioso salón de lectura. Se sentó, abrió sus carpetas de trabajo y miró fijo el libro. Levantando la cabeza se aseguró de no estar llamando la atención. Miró un segundo una gran ventana que filtraba un sol de atardecer. Pese a que la situación lo inquietaba profundamente, Guillermo pudo sentir algo parecido a la felicidad. Luego bajando la vista abrió el libro, porque ¿cuál sería el mejor lugar para ocultar un árbol?... Ya entonces, refugiado en el único lugar donde no llamaría la atención la lectura atenta de un ejemplar. Ya “oculto” en un bosque de libros, y más tranquilo, tranquilo es un decir, ya que esta situación daba sensación de electricidad en los pelos de los brazos y la nuca, se dispuso a leer. El libro comenzaba con un raro prefacio diciendo algo más o menos así:
“Este volumen, dispone de un grado de misticismo involuntario. Coppernico jamás tuvo el mínimo interés en explicar su arte, su literatura. Por eso acá tampoco vamos a torcer esa voluntad, pero sí, vamos a decirles que esta novela, esta pequeña obra, maneja cierta magia excedente; cierto nivel de otro calibre que, de un modo metafísico, dialoga con otro orden”.

Guillermo descreído, pero totalmente inmerso, como quien se queja del verosímil de una película, pero por alguna razón no puede despegarse de la pantalla, hizo un gesto y pensó: “¡¿¿Qué??! ¿Qué corno significa esto?”.

Inmediatamente, con la impaciencia propia de un niño, Guillermo tuvo que pasar por alto algunas páginas, ya adentrándose en la novela. Ésta se dejaba leer con facilidad, con cierto despojo. Apoyada en una prosa llana, vana, casi vulgar. La trama era muy fácil de seguir. Trataba sobre la vida de un detective envuelto en un caso pasional, como los de la serie negra pero en Buenos Aires. La particularidad, a diferencia del Philip Marlowe de Chandler, era que el mismísimo detective de la ficción era el autor del libro. O al menos compartían el mismo nombre, ya que al no saber absolutamente nada de la vida de Coppernico-autor, imposible era compararlos. Sólo se era posible de entrever, las andanzas del Coppernico-detective-ficcional. 

Pero aquí, el dato más curioso; en la ficción aparecían cartas, datos, elementos algo extraños. 

Es decir, en el medio de la trama policial, surgían detalles, cuestiones raras que, a simple vista nada tenían que ver con la línea de la historia policial. Pero, que a su vez, tampoco la entorpecían. Simplemente estaban ahí, cuasi amenazantes, cuasi listas para disparar quién sabe qué cosa.    
 
Ante tal incierta sensación, Guillermo optó por volver al prefacio que acusaba aún más intrincadas y oscuras declaraciones:
“Luego del hecho atroz que lo dejara en jaque frente al mundo, se ha decidido a republicar su obra, su infinidad de novelas, novelas cortas y noveles. Ya que la gran cantidad de sus ‘libros’  no están. Nadie lo recuerda, ni lo comenta. Se dice por ahí que hay un grupo anónimo que los ha estado quemando, sacándolos de circulación, encargándose de que no quede registro alguno de su obra”.
Ya el profético prefacio, sobre el final, afirmaba estar escrito por un tal Falucho Cuck. Nada menos que amigo, discípulo y responsable de la edición de esta pequeña novela, que aseguraba ser la primera de una larga colección.   

Listo, simple, esto colocaba a Guillermo a un nombre de distancia. Sólo bastaba con encontrar a ese tal Cuck.  

Pero nada, nada es tan sencillo. Las cosas que se perfilan como tales, o bien, son mentira o tarde o temprano revelan su verdadera condición.

Al parecer, ese hombre, ese tal Cuck (que por ahora es sólo un nombre) era el responsable de la publicación del libro, autorizado y guiado por Coppernico. Pero ni un dato concreto. 

Esta extrañeza devino en una lectura rápida pero atenta, precisa, detallista del resto del volumen. Ir y volver, de atrás hacia adelante, intentando hilar datos, nombres, referencias: “Jorge W. Kaplan, Fausto Abril Renagh, Alicia Jurado, Juan Augusto Corriente, Morales, Esferos Vera Tang-G, Juan Carlos Falso, Sr. Bonzo,
Dr. Stofensmacher, Juan Trent, Miguel de Moras, Rogelio Urquiza Del Trono, etc., etc.”  
Los nombres de la ficción se entrelazaban con los agradecimientos, con la dedicatoria, con los pies de página, con las formas editoriales; el número de ISBN, la fecha y lugar de impresión, coincidía con la fecha y lugar de un asesinato de la trama.          
A Coppernico-detective, de golpe, en medio del barullo nocturno de una Buenos Aires mítica, le llovían datos extrañísimos, elementos que abrían otros mundos, otras posibilidades.
Asados con amigos, mucho vino, cartas enviadas por amigos pidiendo disculpas, historias místicas sobre sueños premonitorios, dónde conoció a Clara, su mujer de toda la vida, etc., etc. Esto supuestamente le correspondía al detective, al personaje de ficción, pero cada elemento poco tenía que ver con la historia policial. Sino más bien insinuaba otra cosa, se asomaba apenas a la cornisa de otra y más compleja historia.  
Dorso y reverso, falso y verdadero, desdoblado en mil y uno.
Esas cosas se repetían una y otra vez, infinitas, hasta el cansancio. Confundir por completo, sin un sostén, volver loco a cualquiera sin un punto de apoyo.

De golpe, una idea. Guillermo vuelto en sí como quien sale de abajo del agua y respira profundo, se puso de pie y fue directo a una de las computadoras que funcionaban como buscadores de la biblioteca. Frente a ella, miró para ambos lados y escribió en el buscador: “Fabricio Coppernico”, los resultados se inclinaban hacia otro lado; “Introducción a la revolución Copernicana” de Thomas S. Kuhn. “Misterios y ribetes sobre el universo” estudio sobre Nicolás Copérnico, autor: Michael Aurelio De Trudent. “Mis disculpas Don Copérnico” de Galileo Galilei. Sobre Coppernico con doble “P”, sin tilde y de nombre Fabricio, nada. Nada de nada. Luego escribió “Falucho Cuck”. Menos suerte que la anterior. La computadora tiró error. Luego de un largo suspiro, salió del lugar tan rápido como frustrado.     


Mientras que todo esto ocurría, en algún otro punto de la ciudad, una chica sentada en un local de comida rápida. Envuelta en apuntes, carpetas, libros y hojas. Sosteniendo un resaltador fluorescente sin el capuchón, esperando a ser usado; Mariel, a ella vamos a decirle Mariel, daría toda la impresión de estar estudiando, por ejemplo, para un parcial de macroeconomía. Pero a veces las cosas no son lo que aparentan.

Ya que en algún momento, en algún punto (que la verdad no podemos precisar), Mariel no sólo vio y tomó el libro antes que Guillermo sino que se encargó y por miedo (un miedo que tiempo después dijo, le era imposible de justificar), se encargó personalmente de fotocopiarlo. Sin razón alguna sintió una vibración en ese ejemplar, algo tan profundo que le daba miedo conservarlo, pero no así fotocopiarlo. Mariel al salir de un cuarto contiguo al salón común de la redacción, donde se encontraba la fotocopiadora, haciéndose la distraída dejó caer el libro justo detrás de unas cajas, justo-justo donde Guillermo lo encontrara rato después.     

Entonces Mariel sentada en un Mc Donald´s, al igual que el caso anterior, leyó todo el libro de cabo a rabo y más o menos extrajo la misma conclusión. La novela no era gran cosa, no así la sensación que ésta le dejó. Sin poder precisar ese sentimiento, se sintió otra, sintió que algo le hablaba a ella. 
Sosteniendo el resaltador fluorescente a mano alzada, y luego de considerarlo apropiado, se dispuso a ejecutar la gracia de su síntesis. Resaltó los siguientes datos: Elmyr Kauffman, Emmanuel Matta, H. Bustos Domeq, Toni Clifton. Supuestamente, posibles sospechosos del terrible segundo asesinato de la historia. Y destacó de una carta sin un valor cabal para la trama, que Coppernico le enviara a un amigo (dibujante y aficionado a la magia) a modo de disculpas, luego de una fuerte discusión, intentando hacer las pases...“Sos un mentiroso, un artista de verdad, te quiero y te admiro”.

Mariel levantó la vista y pensó: “Acá hay algo raro, algo muy raro. Y estos nombres...podría jurar que nunca los oí en mi vida, pero ¿por qué me llaman tanto la atención?”. Luego miró para el salón, vio que unos adolescentes estudiaban en una mesa cercana y una mujer de unos 30 años comía con sus dos hijos, pero ellos se distraían jugando con los muñecos que les tocara en suerte dentro de la cajita feliz. Pese a no tener rivales aparentes en todo el ambiente, de todos modos, se sintió observada y apoyó un libro cualquiera, “Enciclopedia en la hoguera” (que estaba leyendo por ese entonces) sobre las fotocopias y, más que nada, tapando su reciente subrayado chillón fluorescente.    
 
A su vez en algún otro punto de la ciudad, un muchacho que llamaremos Fernando, se encontraba sentado en la remisería de su padre, rodeado de papeles tipo “post-its” tratando de organizarlos, como lo hace a menudo con los viajes y llamados, aunque también, a veces se distraiga con infinitas cosas,... o con cosas infinitas.
Aquella mañana fue el primero en llegar a la redacción.  
Se había despertado a las 5 de la mañana, luego de un sueño aterrador que no había logrado contarle a nadie. Un poco por temor supersticioso y otro porque era imposible de hilarlo. Lo cierto es que no había conseguido volver a dormir. Entonces decidió ir a la redacción para adelantar trabajo. Pero al llegar algo anómalo lo iba a distraer de sus futuras tareas. Al poner un pie en la redacción, pisó un sobre A4 papel madera, dormido lo tomó e ingresó. Fue directo a la cocina a preparar café, mientras se calentaba, y entre bostezos, abrió el sobre y descubrió el libro. Que hojeó en principio sin mayor interés, viéndose de golpe “tomado” por lo escrito. Sólo se apartó de la novela al sentir el hervor del café. Que volcó, limpió y sirvió en una taza. Mientras esperaba que se enfriara siguió leyendo sin entender demasiado; de atrás hacia adelante, leyó y releyó. Pero al oír un ruido proveniente de la puerta de entrada, intentó en vano, ya que nunca había prestado atención al funcionamiento de la máquina, fotocopiarlo.
Por eso transcribió en un block de papeles “post-its” algunas de las cosas que creyó importantes, hasta incluso trató, trató ya que nunca en la vida pudo dibujar, de copiar el dibujo de tapa.
Cuando finalmente, los ruidos en la puerta se hicieron impostergables, es decir, reales. Guillermo ingresó y Fernando, guardándose los papeles “post-its” en los bolsillos, logró ponerse de pie y disimular que hacía cualquier otra cosa. Saludó a Guillermo con un abrazo seco dejando caer el libro por detrás de la espalda de éste, justo sobre unas cajas.
No había podido acercarse al libro durante todo el día, al llegar la hora de irse ya no estaba donde él lo había tirado (quizá estaba ya en manos de Mariel o de Guillermo, o quizá, en manos de alguien más, que desconocemos y que nunca sabremos). Intentaba hilar algo de todos esos apuntes apurados que había tomado, según su interpretación, su recuerdo. Movía esos papeles diminutos cual piezas de rompecabezas. Su recorte interpretativo se centraba en la tapa, en el dibujo: una pintura de Magritte llamada “El hijo del hombre”; también en las firmas porque encontró un error, o lo que podría serlo, ya que en el interior del libro figuraba una “S” en el medio, o sea “Fabricio S. Coppernico”. Fernando pensó. “¿Qué significará la S? ¿Por qué no la puso en la tapa?” Enseguida supuso que tal vez él, al transcribir todo a las apuradas, lo había olvidado. Luego también resaltó la frase “El joven periodista de rock Henry Lo Muto” ¿Por qué le sonaba tanto el nombre Lo Muto? Finalmente al poner los papeles uno tras otro, miró nuevamente lo que sería la tapa y su mediocre dibujo. Que en la novela resultaba ser el cuadro que Coppernico-detective tenía en su despacho. Fernando ya envuelto completamente en esa meta-trama, ese algo que se escapaba del libro, levantó la cabeza hacia el gran mapa de Buenos Aires que revistiera la gran pared de la remisería, y pensó: “¿en dónde vi este cuadro yo?”.  

Al día siguiente, los tres dieron diferentes excusas para ausentarse de la redacción. Pero nosotros bien sabemos que los unía un mismo propósito.  

Mariel escribió un mensaje de texto: “Guille: hoy no voy, estoy descompuesta, ya llamé al médico. Lo de Trímboli veo si lo termino acá. Perdón y gracias. ¡Besote!”

Guillermo, por teléfono le dijo a alguien de la redacción que se sentía mal poniendo cara de dolor para que la actuación le saliera aún mejor, en ese mismo momento le llegó el mensaje de texto de Mariel. Guillermo dudó por un instante pero, inmediatamente después, fue directo a ducharse.  

Fernando sentado en su computadora escribió un mail a su supervisora; Destino: Mariel. Asunto: Gripe. Escribió: “Hola Mari! Cómo vas? Che te aviso que no voy hoy, estoy medio engripado. Espero mañana sentirme bien, pero viste como son estas cosas, es mejor estar aislado para no contagiar. Si hay algo urgente mandámelo por mail. Gracias, un beso”.     

Mariel en el baño lavándose los dientes escuchó el sonido del Outlook, salió con el cepillo aún en la boca y vio que la casilla marcaba un e-mail nuevo. Hizo doble clic y se encontró con la excusa (excusa para nosotros) de Fernando, miró con extrañeza hacia arriba como sintiendo algo, pero enseguida prosiguió con el lavado obsesivo de sus dientes.

¿Qué es este libro? ¿De dónde salió? ¿Quién se supone que es Coppernico, el autor? ¿Alguien más sabe de esto? ¿Es una broma o el tipo existió de verdad? ¿Por qué en el libro pareciera no haber datos concretos de la edición: la editorial, dónde se imprimió, cuándo, de cuánto fue la tirada?

Sin saber bien por qué o para qué, cada uno por su lado y a su manera, emprendió una búsqueda. Sabiendo o no que quizá el hoyo no tenga fondo.